domingo, 14 de enero de 2018

El árbol de la vida






Secuencia del progreso. Pensamiento: bohemia inteligente: ergonomía del conocimiento.




La ciencia tiene las raíces amargas,
pero muy dulces los frutos

Aristóteles (según atribución de Diógenes de Laercio. Se dice también que es una máxima de Cicerón, incluso un adagio persa. Donde pone “ciencia” podemos leer también “paciencia”, “estudio”, “sabiduría”… Incluso “vida”)


Soy un pesimista debido a mi inteligencia, pero un optimista debido a mi voluntad

Tomen la educación y la cultura, y el resto se dará por añadidura
                                              
Antonio Gramsci


Be the change that you wish in the world


            Mahatma Gandhi


Si estás enseñando hoy lo que estabas enseñando hace cinco años, ese campo está muerto o lo estás tú”·

            Noam Chomsky



         Una fábula distópica microscópica en este magma de tecnooptimismo en el que el pensador de Rodin razona entre cojines y pantallas. El maestro ha muerto en la indigencia de su divismo y es, lo dice su nómina, docente (sin doctorado en “docere”, en enseñar, porque no enseña quien no motiva el saber aprender). Los aprendices no son dóciles (no se dejan enseñar con facilidad, “empowereds” como están, onfálicos). Los docentes, pues, con sus vacaciones indecentes, son facilitadores, guías y acompañantes sin  sombra de Sócrates, títeres teledirigidos por “wifi”: han pasado de ser personas a ser alegres eslabones del sistema que prescinde de ellos a fuerza de valorar, en la transparencia más opaca, su valor pedagógico. La pasión de centrar solo es un reclamo publicitario para concretar la libertad de elegir en un negocio de personas concretas en un mundo colaborativo y globalizado.

         Educar sobre la nada del mañana, sobre el abismo feliz de la posibilidad, sin la duración presente del pasado. Desde la épica de la acción. Sin la lírica de la contemplación. Desde el hedonismo sin filosofía: épica del yo que se exhibe sin yo que haya reflexionado.

         Claro: la oscuridad judeo-cristiana de sacrificios y lecturas, de torturas y pasiones cruentas, nada dice a quienes crecen sin más guía que su egoyoísmo mediático hacia la luz que, fotosíntesis 4.0, les venden sus pantallas.








Por fin lo habían conseguido. El fruto del árbol de la ciencia había germinado en una semilla de árbol de la vida. La alegría inicial de la clonación fue pronto trocada en mercancía. Todos los centros educativos quisieron plantar en el ombligo de su jardín su árbol de la vida. Y sus raíces, fuertes y ansiosas, palparon los cimientos. Y secaron los libros sobre los que había crecido el mundo. Y sus hojas, codiciosas de fotosíntesis, asombraron cabezas y hambres. Y sus flores abrazaron en su aroma a todo lo que se movía bajo su efluvio. Y los frutos alimentaron a toda la insatisfacción que se abrigase a su dulzura. La realidad y el deseo anularon su incompatibilidad y todo fue felicidad y juego.

Un día (todo era perpetua sombra de luz) las personas que habitaban bajo su árbol de la vida particular olvidaron el Edén perdido. Vivían en un paraíso sin pérdida de paraíso. Su escuela era su casa. Su casa, el mundo. Y la vida, invasora del conocimiento, acabó por devolverle al hombre el animal que había sido. Liberado ya de tanta ciencia, ignorante y dueño de su fluir, había conseguido ser pura vida, célula eucariota animal fagocitadora, excretora y reproductora con vocación vegetal. Célula autodeterminada, autónoma, emprendedora desaprendida, actividad pura sin pasado ni presente, toda futuro.

La cadena de ADN, neoreptiliana, flagelo de voluntad, ríe, sardónica y dinámica, en el citoplasma del cosmos sin un solo libro que amenace con regenerar su consciencia y sin contaminación que ponga en peligro su victoria ontológica.

El universo es ya esa zona de confort sin confort que se extiende a lo largo, ancho y profundo de la membrana plasmática que perimetra una pantalla.
















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