viernes, 18 de mayo de 2012

Destellos XXXV




Lo que hay y lo que vemos depende de la capacidad para mirar, del "oficio de la mirada" que dice Jacinto Luis Guereña. Este trozo de cielo es un regalo de Manuel Morales y su cámara, en la noche del 25 de febrero de 2012 en Sant Pau de Segúries


Logomaquia.
En la oscuridad, dirigir con batuta precisa los matices del silencio. En los tiempos del acelerador de partículas, demorarse en el tiempo del crecer de las hojas de un árbol, sin aceleración virtual. O someter al yugo de la cámara ralentizadora la velocidad atómica hasta hacerla visible y humana, como la lentitud de los bueyes.
Gafas de graduación lírica para ver lo invisible. Audífonos de calibrado acústico para oír lo camuflado bajo el ruido. Guantes de sensibilidad táctil para sorprender los más íntimos matices de las texturas. Implantes papilares para descubrir la gama infinita que va de lo dulce a lo amargo. Prótesis epiteliales para computar las fronteras de los aromas.
Basta con especializarse en sinestesias. Basta con ser humano. Alguien fue perito en lunas: podemos heredar su ingeniería poética y hacer un doctorado en sentimientos y sensaciones. Que los gadges del cibercentrismo atrofian los sentidos, los anestesian mientras fingen estimularlos, embaucadores y lisonjeros.
No ver para creer. No oír para sentir. No tocar para amar. No gustar para disfrutar. No oler para querer. Virtualidad del goce que no gozamos porque en él no somos, estamos.
Basta con mirar el cielo detrás de su oscuridad. Basta con mirar el mar bajo su superficie. Tras los ojos, oído, tacto, gusto y olfato, sinfonía sensorial. Dimensión real de la vida, tal cual es, sin filtros, infinita y adánica para los sentidos ávidos y despiertos. Superrealidad que habita en lo que no sabemos leer, analfabetos emocionales.
Destellos que abren ojos instantáneos en la oscuridad,
                 que son eco débil de los infrasonidos,
                      que suavizan asperones microscópicos,
                            que aderezan sibaritas manjares, sutilmente,
                                      que impregnan de incienso la aséptica rutina.
Destellos que remueven las ideas.

     Taumaturgia.



Naufragio orbital de mí mismo. Circunvalación del yo.
Melancolía: agradable sensación de dulce pérdida.


Abusar de la anécdota, explotar la excepción, es abolir su posibilidad.
Paisaje doméstico desolador: una casa sin libros. Las historias duermen, catalépticas, en los gigabytes de la nada. El final de Fahrenheit 451:zombis levitando en una aséptica y desoladora sala de hospital con la manos vacías y la mirada perdida.
La novedad se precipita en su duración efímera, desmoronándose para darse paso en su caída fractal. Caducidad suicida a la que nos aferramos, homicidas.
Memorias perdidas por los cajones: dispositivos que incitan a la acumulación para densificar el olvido, que se inmaterializa mientras permanece ignorado y amorfo.
Locución vital: rodeo sinestésico para alargar la sensación. Diletancia  del rutinario creativo.
Eneriza junio. Febrerea enero en su cuesta, acatarrado. Septembrea agosto, que agoniza, agostado, buscándose en lo que no es, ahíto de sol, mar y chicharras, hambriento de lluvia y otoño.
Osteoporosis financiera del cuerpo del mundo.
“Solo en mi verso puedo ser yo eterno”: dice el poeta al viento. El banquero, desde la tiranía de las cifras, piensa: “¡vaya mierda de eternidad!”



Como la cámara del amigo Manuel Morales, podemos ver más de lo que vemos si sabemos mirar desde unos ojos con graduación lírica.


sábado, 5 de mayo de 2012

Destellos XXXIV



Cementerio marino de Sète, fotografiado un 4 de julio de 2009 por Juan Pedro Quiñonero


Vocación de jubilado: elegir un punto en el universo y observar, desde la quietud, al mundo mientras se mueve. Es el júbilo de la contemplación en un tiempo de acción compulsiva y sin objeto. 
Vuelvo a Paul Valéry y a Thomas Mann: desde El cementerio marino (1920) del poeta francés puedo recrearme en La muerte en Venecia (1911) del novelista alemán. La idea serena y abstracta de belleza se concreta en unos versos llenos de destellos o se corrompe en prosa con la pulsión de la pasión estéril. Pero su éxito está en que la dualidad reposo-movimiento, idea-acción, se presentan desde las páginas de un libro: atalaya escrutadora desde la que descubrir, desde la pausa, el placer de contemplar. Guillenianamente.
Quizás sea hoy el centro comercial, heredero sin el aroma exótico de lo perdido de los “passages” parisinos, el lugar en el que poder reescribir el cementerio marino contemporáneo, deshabitado ya de dandys y “flâneurs” baudelairianos, poblado de zigzagueantes compradores que bullen entrando y saliendo de las tiendas. Allí, un Gustav Aschenbach, arrullado por el hilo musical de turno (lejos de Mahler: murmullo ininteligible casi siempre), podría dejarse llevar, “voyeur “, por la intriga del anonimato de un protagonista elegido al azar como “El hombre de la multitud” de Edgar Allan Poe.
Exégesis del éxtasis, construcción paciente de la ataraxia literaria que requiere la atención de la duración, tan denostada hoy. Desde su puesto de observación, el poeta nos sirve la densidad, trufada de “éclairs”, de tiempo que “scintille”; de “scintillation sereine”, incluso. La aparente planicie del horizonte marino refulge de “torches du solstice”, “lumière” o “secrets éblouissants”. El cementerio nos trae “une éticelle” que piensa  en sus ausencias, “flambeaux”, “sang qui brille”…  “Soleil”, “éticelante”: “pages tout réjouies” en las que dar forma a la amorfa realidad.
Mallarmé lo dejó escrito (léase literalmente “escrito”) en su “Brise marine”:
La chair est triste, hélas! Et j’ai lu tous les libres.
Fuir! Là-bas fuir! […]

Jorge Guillén lo quintaesenció en su “Beato sillón”:

[…]                  No pasa
Nada. Los ojos no ven,
Saben. […]

Y Juan Ramón Jiménez lo sacralizó desde la mística profana de su poesía (en los dos primeros textos de su Dios deseado y deseante):


[…] la transparencia, dios, la transparencia,
el uno al fin, dios ahora sólito en lo uno mío,
en el mundo que yo por ti y para ti he creado.

[…] El dios que es siempre al fin,
el dios creado y recreado y recreado
por gracia y sin esfuerzo.
El Dios. El nombre conseguido de los nombres.


Desde el esfuerzo intelectual (que también los sentimientos hay que domarlos para entenderlos y poder vivirlos), crean: poiesis que estos humildes destellos, abortos de poemas, ocurrencias sin el vestido de la estructura, miran con reverencia, encandilados.


La contradicción es el más coherente de los razonamientos.
Derviche del instante, centras el alrededor y generas el tiempo que no tuviste y que ya no necesitarás tener. Eres todo presente siempre.


Las fotos que no se hicieron no perdieron su oportunidad: si el paisaje es importante, debe seguir ahí (o en algún pliegue de la memoria eterna, que alguien restaurará, si es necesario)

No importa la letra pequeña: importan las ideas grandes.
Hay una insatisfacción que satisface. Si agobia y mortifica es otra cosa: es exportación de sombra, contagio de vacío.
Transcendente contingencia humana: somos agua, somos fuego, somos aire, somos tierra: somos nada.
Bisectriz temporal de un cielo sin reglas, pero con horizontes.
Actividad desde el reposo: consciencia serena entre los cantos de cigarras y sirenas del movimiento compulsivo.
Permanencia de lo efímero: por mucho que nos movamos, no saldremos del ser que somos. La transformación del ser en no ser (¿qué es eso, exactamente?) aparece como el único movimiento transcendente, pero fuera ya de lo que somos.


Imagen tomada del blog En son de luz